
Tampopo: dicen que el verano es la estación del amor, mas que la primavera. Que el andar ligeros de ropa y de obligaciones estimula el impulso generoso y nos hace mas abiertos a aceptar las cosas buenas. Supongo que no incluirá también esas noches de calor ecuatorial que no pegas ojo, aunque estés encima de la cama en porretas escuchando al dichoso mosquito trompetero que antes de hacerte la sangría, te hace la puñeta con el agudo zumbido que avisa de su ataque traicionero cuando te descuides en el duermevela, y que te levantas de un humor entre pésimo y aniquilador. Sea, no hay quien cierre el ojo, y en la calle están los plastas de turno dando la murga. Te levantas y andas por la casa en modo sonámbulo, de la nevera a la ducha y a la televisión y al ordenador, y vuelta a empezar. Hasta las narices de las Olimpiadas, que ya me dirás qué te va a interesar a tí el deporte, si lo mas cerca que has estado de hacer competiciones fue en los campeonatos de absorción de flanes de tu lejana infancia. Ay Japón, quien pudiera… Pues te preparas un kakigori, te instalas en el sofá con el ventilador y te pones esta película, que disuelve el mal humor y esparce una placidez mental y una bonhomía estupendísimas, con su discurso de vitalidad a través de la comida y mayormente el erotismo pansensorial (peazo frase que me ha quedado, ñam ñam, dos cucharadas de helado que el asunto lo merece).

La relación de los seres humanos racionales y sociales con la comida es ya, más que tópico, topicazo. El arte de alimentarse con el disfrute total de los sentidos. Y el alimento sobre el que gira toda la trama central de la película y conecta las diferentes pequeñas historias asociadas es el ramen. Para el que aun no lo sepa (porque este blog aspira a ser transcendente, docente y expansivo), el ramen es el plato de sopa que identifica a Japón como comida popular y que hace iguales a ricos y pobres, buenos y malos, viejos y jóvenes. Ahora que se han puesto de moda locales de supuesta inspiración nipona (y gerencia de Catai) con precios asustabolsillos (dos euros y pico una triste gyoza, por Amaterasu qué clavada), bien está volver a las fuentes…o sea, las fuentes de loza o melamina tamaño pozal que se llenan de caldo, fideos y cosas variadas para hacer un plato reconfortante y llenabarrigas a precios de saldo.
El ramen es para los que no quieren o no pueden gastar un yen de más. Comida de obreros, estudiantes y oficinistas, que abarrotan los puestecillos gritando las comandas. Pillas los trozos que alcanzas con los palillos, tiras de cuchara para los demás, y te bebes el caldo como el que da gracias a los dioses por haber podido, ese día, llenar la panza, ¡Oh bendita Uke Mochi!


Objeto de la disputa entre el camionero veterano y el gánster brutalista, y acompañada en su aprendizaje de mastros pacientes y sufridos cobayas
El ramen no es el único plato que sale en la película. También salen a la mesa la tortilla tamagoyaki, la cocina francesa (con su recochineo), la carne a la parrilla, los helados, las ostras, los langostinos (lo del gánster y la comida cruda es capaz de calentar una perola de agua helada hasta hacerla hervir), los fideos mori, la sopa de tortuga… cada alimento desarrolla su propio papel en las microhistorias que se suceden, todas ellas mínimas y cotidianas, pero filmadas con tanta delicadeza que se convierten en trascendentes.


Algunos críticos la han etiquetado de noodle western, otros han tirado de comparaciones con las comedias de Tati, y seguro que el director estaría de acuerdo en las comparaciones. Lo que no veo que se haya coscado nadie es el mas que evidente parafraseado de Muerte en Venecia en las escenas del gánster, que hasta utiliza de BSO las sinfonías Nº1 y Nº5 de Gustav Mahler, y se reboza en un erotismo soberbio. Ya digo que por comparación cn esta película, me sobran el 80% de las escenas de sexo de las producciones actuales (y el 100% en el caso de las series y películas españolas), donde el sexo no es sino una excusa para enseñarnos el culo pajarero de los actores sin aportar nada a la historia (su comportamiento en el refocile no muestra nada de sus personajes, no hace avanzar la acción, y ni siquiera es estético o atractivo). Todo lo contrario de la belleza de esta película con sus metáforas, que no es que sean evidentes, es que juegan con la pareidolia desvergozada, y si te descuidas entran en el porno fetichista para sibaritas


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Suspendamos pues el juicio moral unas horas, y disfrutemos de la obra de Jûzô Itami, que filmó en 1986 (anda que no se nota la factura técnica), diez años antes de morir en un extraño suicidio. Aunque fue su segunda película, tiene maneras de audacia de veterano, cn sus meneos experimentales, su patada en la cuarta pared y sus equilibrios entre la referencia culta, la tradición nipona y el placer de hacer cine sin rendir cuentas al mercado


